lunes, 25 de agosto de 2008

Dientes Falsos

Me caí. Si, iba caminando para hacer las compras como cada mañana. Siempre uso zapatos sin taco. Algo así como unas chinelas. Eso me pasó luego de cumplir los setenta. Entendí que eso bajaba el riesgo de tropezarme con las baldosas flojas en la vereda. Mis caderas no son las de antes, cabe la posibilidad de rompérmelas con sólo un soplido. Así y todo, mientras intentaba guardar en la bolsa una rebelde hoja de acelga, perdí el eje y me fui de cabeza al piso. Gracias a Dios salvé la cadera (creo en Dios desde que cumplí los setenta, es casi obligatorio me dijo Rosita, mi vecina) pero no salvé mis dientes. Había logrado mantener mi dentadura a pesar de haber cumplido los setenta. Tarea no sencilla. De alguna manera era la envidia de mis amigas. No había una que los mantuviera.
Acto seguido a la caída, me llevaron al hospital. Todo fue rápido y volví a mi casa con turno en el dentista. No había posibilidades, debía recomponer mi dentadura e igualarme con el resto de mi entorno.
A la semana tenía mis nuevos dientes. Me sentí maravillada del poder sacarlos. Era increíble ver que una parte de uno se puede sacar y observarse desde afuera. Imaginé entonces cómo sería poder sacarse una oreja, dejarla en la mesa de luz, mirarla y volver a ponérmela cuando era necesario.
Pero lo peor comenzó a la semana de tenerlos. En el leguaje cotidiano, se llaman dientes postizos. Insistí en llamarlos de esa manera pero los hechos refutaron esa denominación.
Como por arte de magia y de un día para otro, mis dientes comenzaron a mentirme. Sí, la pura realidad. Por las mañanas, los ubicaba en su lugar blancos, perfectos. A medida que pasaban las horas, tomaban vida. Un día, me preparé fideos con tuco. Entraban a mi boca como tales, pero al masticarlos, se convertían en ravioles de ricota. Otra vez, me cambiaron una carne al horno con puré por un pollo a la mostaza con lechuga y tomate. Al principio dudé de mi cordura y esperé. Pero el colmo fue anteanoche. Estaba limpiándolos como siempre y mientras lo hacía tomaban un blanco brillante, pero cuando dejaba de mirarlos se ponían negros. Pude observarlo porque justo había un espejo. Giré y los volvía a mirar. Blancos. Me di vuelta. Negros. Los miré, blancos. Me di vuelta, negros.
Indignada, comencé a insultarlos. No saben la cantidad de cosas que les dije. Los muy descarados, brillaban en su blancura. Y cuanto más los miraba, más blancos se ponían. Y les gritaba. Mucho. Mis nervios destrozados. Estaba segura que al ponérmelos, se pondrían negros. Pero nunca me lo mostrarían abiertamente. Si me viera a un espejo, volverían a su blancura.
Tomé los dientes, los metí en una caja. Me tome un taxi (no quería caerme otra vez) y llegué al dentista no sin antes dar enormes vueltas consecuencia de mi incapacidad de hablar normalmente sin dientes. El taxista apenas podía entenderme. "Zeor, mamos a sfarmento a domil".
Una vez en el consultorio del dentista, saqué la caja, la abrí y le expliqué la situación. El dentista me miró apenado y me pidió calma. Por suerte me explicó que me quedara tranquila que no era el primer caso y que estaban viendo pero el problema era la partida. Parece que hubo una tanda que fueron mal rotulados y en vez de ponerles "Dientes postizos" escribieron "Dientes falsos".
Me quedé tranquila entonces, sobre todo cuando confirme que me harían los postizos sin cargo y que tenía como resarcimiento por los daños ocasionados una entrada 2 x 1 en el Cine Cosmos.

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