lunes, 3 de enero de 2011

Verano Playero












Me parece que salió una nube
Porque se me oscureció el ojo derecho
Y mientras caminaba hacia atrás
Me tropecé con mi sombra

(Era la sombra de mi ojo)

Me parece que estaba cerrado
Porque  no podría ver la vereda izquierda
Y mientras dudada de mi ojo
 Abrí una sombrilla.

(Era la sombrilla a lunares)

Me parece que me salió un lunar
Porque veía una mancha negra
Y mientras la seguía con mi ojo derecho
Pisé una hormiga

(Era la hormiga playera)

Me parece que se cayó la sobrilla.
Porque me tropecé otra vez con la sombra
Y mientras mi lunar desaparecía
Se me disolvió la nube.

(Era la nube de mi ojo)

domingo, 19 de diciembre de 2010

La hija de Mercedes Sosa con Brackets


Inimaginablemente tendencia a mejorar.
Un sinnúmero de adultos imponen la ardua tarea:
Llenar de alambres su decir.
Como un pájaro libre que remonta orden bucal.
Piar,
Como un corazón americano mostrando rectitud y sorprendente presión.
Se amasan las palabras mientras el pan francés deja de ser opción.
De mí, intentando ser otro mí.
Deja de ser tarea de pequeños,
Invade pensamientos al despertar.
Se emprende el conocimiento de bandas y tubos.
Se desafina la fonética.
Canciones con fundamento:
Traigo un pueblo en mi voz.
Y sino es pueblo, es metal.
Que de improvisto, invade unos años el cantar.
Mujeres Argentinas y
Hombres, mancomunados alimentando creyentes.
El objetivo es únicamente difuso:
Morder en alta fidelidad.

Camina escondido en mi país, por callecitas de veredas pequeñas.
El tránsito no deja margen para paralelos.
Mira su poncho rojo sobre un pequeño cuerpo de boca en alambres.
Y los sabe
Lo sabemos
No es más
Nadie más
que la hija de Mercedes Sosa con brackets.


domingo, 31 de octubre de 2010

El origen de la Polenta (con pajaritos)

Estaba ávida de investigar alguna historia que se haya trasladado boca a boca  de generación en generación.
Había pensado infinitas posibilidades. Sin ir más lejos, dos meses atrás y luego de una reunión de trabajo, surgió la idea concreta de un tema.[1] Organicé las entrevistas y comencé a escribir la introducción. Estimaba poder publicarlo en tres envíos y un epílogo. Este último sería una conclusión a cerca de sus orígenes antropológicos  y las relaciones con los usos y costumbres de lo que denominaría la “sociedad actual”.
Era un proyecto, humildemente, maravilloso.
Tomé un taxi para reunirme con el primer entrevistado.
Era 19 de septiembre de un día soleado.
Nunca llegué a destino.
El taxista desobedeció mi solicitud y comenzó a dar vueltas en redondo. Hablaba murmurando en un idioma que no entendía. Algo preocupada, luego de pasar tres veces por la puerta de mi edificio, le grité a ver si podía sacarlo de su trance.
Los frenos se clavaron y el taxi se detuvo en la esquina de Constantinopla y Altolaguirre. Pasó un minuto y cuando estaba a punto de bajarme, el señor canoso se dio vuelta y me miró fijo. Sus ojos suplicaban.
En voz muy baja, comenzó a hablar.
“Mire, sé que le parezco un loco, pero por favor no se asuste ni se quede con esta primera impresión. Hoy me pasó algo y no puedo volver a mis cabales…. Debo hablar con alguien, lamento que le haya tocado a usted ser la que me escuche”
Volvió a mirarme.
“Siéntese tranquila que nos vamos a quedar un rato aquí.”
El hombre estaba sereno pero preocupado.
Mi espíritu investigador se encendió y en vez de llamar al policía que estaba en la esquina, me acomodé en el asiento trasero, saque mi grabadorcito y sin decir una palabra, se lo mostré y apreté REC.
“El pasajero anterior a usted se subió en Superi y Zárraga con una enorme heladera de telgopor, esas que se usan para guardar remedios. Me pidió en italiano pero muy amablemente que lo lleve. Ante mis ojos negativos, me ofreció el doble de dinero que el contador dijera. Usted verá, a mi no me vendría nada mal, por lo que le hice una seña afirmativa con la cabeza. El tipo puso la heladera en la parte de atrás y se sentó en el asiento del acompañante.
Me dijo que maneje pero no hacia donde.
Doppio manico 50 e sempre a destra.
La segunda vez que doblé me pidió que siguiera derecho.
La heladera se movía demasiado y no era por el traqueteo del auto.
A las veinte cuadras se nos cruzó una F100 blanca. Reaccioné rápido y apreté los frenos inmediatamente. Tan fuerte fue la frenada que se abrió la tapa de la heladera y decenas de pollitos comenzaron a salir de esa cárcel de telgopor.  Eran pequeñísimos y amarillos. Piaban imperceptiblemente pero se movían velozmente por todo el auto. Muchos se pasaban hacia delante y se mezclaban entre los pedales y mis pies. Se trepaban por mi espalda. Desesperado pero incapaz de dejar mi taxi, me los quitaba de encima, los agarraba e intentaba meterlos en la heladera nuevamente.
Pero eran demasiados.
No llegaba a meter a algunos que ya estaban saliendo otros.
Mi acompañante estaba pálido, tanto que no atinó a hacer nada. Sólo me decía en voz baja Doppio manico 50 e sempre a destra.
De la camioneta ya se habían bajado dos hombres que sin acercarse al auto, miraban el espectáculo desde afuera.
Uno de ellos cargaba con una aspiradora de mano y el otro llevaba un sobretodo oscuro en sus manos. No hacían nada, sólo observaban a mi pasajero que finalmente pudo hablar.
Molti anni fa è la stessa, mio padre ha fatto lo stesso, mio nonno ha fatto lo stesso. Ho bisogno di continuare la storia, signore. Tutto dipende da me perché non ho figli.
Mio nonno in Italia, ha vinto il posto per la polenta. Pensi che il colore della polenta di mais?
¡Errore! Grave errore… ¡Essi sono l'uccellino!
No había terminado de gritar la última frase cuando los hombres que hasta el momento sólo miraban, se abalanzaron hacia el taxi. Abrieron rápidamente las puertas y me sacaron bruscamente. Uno de ellos hablaba en secreto con mi pasajero y poco a poco fue convenciéndolo para bajarse. Finalmente el tano se serenó y se bajó. Fue abrigado con el sobretodo oscuro y conducido lentamente a la camioneta.
El otro hombre metía los pollitos dentro de la heladera. Una vez que terminó puso la tapa y la sacó del asiento trasero. Inmediatamente prendió la aspiradora y comenzó la eficiente limpieza de mi auto.
Terminado todo ese extraño trabajo, ambos hombres se acercaron para decirme que nada de lo que había visto había ocurrido. Que ellos sabrían si hacía una denuncia. Me agradecieron y pidieron disculpas por todas las molestias.
Antes de subirse a la camioneta, el más grandote me dijo:
Te vamos a vigilar amigo. Mucho ojo.
Subí al taxi y me fui.
Ahora, no entiendo nada. No sé que hacer. No se qué pensar…”

Su relato me dejó conmocionada. Pero sobre todas las cosas, no había logrado entender el italiano, entonces me animé a consultarle cuál era el significado de las últimas y reveladoras palabras que dijo el pasajero.
Sorprendido por mi falta de entendimiento, el taxista relato:
“Hace muchos años es lo mismo, mi padre hizo lo mismo, mi abuelo hizo lo mismo. Tengo que continuar la historia, señor. Todo depende de mí porque no tengo hijos. Mi abuelo en Italia, encontró el secreto de la polenta. ¿Cree usted que el color de polenta es por el maíz?
¡Error! Grave error... ¡Son los pájaros!”

Apenas terminó con la traducción, el hombre me hizo una seña con la cabeza para que me baje.
Oí que continuaba murmurando en italiano.
Miré como se iba el taxi y entendí que había cambiado mi historia. Ahora, me importaba solamente el origen de la polenta y porque no también, el de los pajaritos.

Sonó mi celular y recordé a mi entrevistado. Ya no me importaba, entonces lo apagué.


[1] Reservo el tema ya que el mismo podrá ser tratado en el futuro y temo algún periodista sin tema termine por robarme la idea.

lunes, 11 de octubre de 2010

Patear al aire y caer sentada

Es como no entender el propio yo. Sentarse y mirar todo lo que deja y todo lo que toma.
Un señor grande que me ve de reojo mis manos mientras una niña gira con su vestido de volados.
Entender muchas veces es innecesario. Es clavar un alfiler en una pared.
Mi cabeza gira sin dirección posible buscando insistir en la plenitud. Cabeza sospechosa de no entenderse.
Ser yo sin ser sólo yo, mientras un ramo de jazmines cae en todas las partes de mi piel.
No comprender el viento cuando viaja de la mano de la brisa y se lleva el algodón de ese viejo palo borracho.

Patear al aire y caer sentada. 

FOTO: "Mujer Sentada" de Cornelis Zitman (1948)

miércoles, 8 de septiembre de 2010

En el corazón de los héroes

El héroe se levantaba cada día esperando aquel sonido que le dé la razón de continuar siéndolo. Alrededor de las nueve menos cuarto sonaba una sirena aguda que intermitentemente disparaba notas al unísono.
Esa era su señal. Se calzaba la capa verde y el traje de Neopren. Luego ataba su antifaz.
Sus zapatos eran propulsados por dos motores. Subido a ellos, se elevaba diez centímetros del piso.
Sin que la sirena deje de sonar, tendía su cama velozmente.
Nunca bajaba por la escalera, ni mucho menos por el ascensor. Desde su primer piso, abría la ventana y se tiraba por ella. Los zapatos propulsados impedían el golpe.
La vecina del 1º B, que tenía su ventana al lado, oía las palabras matinales que el héroe recitaba al cielo: “Soy Grandón, el rey de corazón… ”
Y salía patinando en el aire, a diez centímetros del piso.
Patinaba en búsqueda de la sirena. Era su brújula. A medida que el sonido se hacía más fuerte, su corazón latía más y más. Entendía de la cercanía del problema y que en pocos minutos podría ayudar. Sus manos transpiraban frío, por la ansiedad, los nervios y el temor de lo que encontraría.
Llegaba y allí estaba. Siempre estaba aquella mujer subida al balcón. En un piso quinto, desfilaba vestida de verde. Desfilaba y coqueteaba con los barrotes de metal. Decía cosas al aire que no se entendían y lloraba.
Bailaba un vals abrazada a una escoba y rozaba su vestido contra el viento. Se detenía. Miraba hacia abajo, volvía a decir cosas que nadie entendía y volvía a llorar.
El héroe, subía por las escaleras de incendio sin pisar los escalones. Patinaba a través de la baranda a diez centímetros de ella. Uno a uno, los pisos quedaban atrás.
Eran dos personas las que miraban el espectáculo. Un señor viejito con boina marrón que sentado en un banco saboreaba un mate despreocupadamente, y un niño de aproximadamente diez años que pasaba caminando en su delantal de escuela y con una mochila vacía. Los dos miraban hacia arriba y veían el deslizar del héroe y la danza de la mujer.
En el quinto piso, el tiempo se detenía. Ella soltaba su compañero de baile y se dejaba caer en sus rodillas y sus brazos abrazaban los barrotes del viejo balcón. Su cara con el maquillaje corrido por las lágrimas, se hundía en el vestido verde.
Grandón desactivaba sus zapatos propulsados y se sentaba junto a ella. Le decía cosas delicadamente indescifrables en sus oídos y la abrazaba. Los dos lloraban, mientras la sirena se silenciaba hasta la inexistencia.
Pasaban largas horas abrazados. Las palomas se posaban en el ángulo de los barrotes y los miraban. Bocinas de autos, gritos desde los camiones y una aspiradora del sexto piso parecían ausentes en el abrazo eterno.
A la tardecita, cuando el sol comenzaba a dormir, Grandón se desprendía de los brazos de la mujer, agarraba sus manos y le besaba uno a uno los dedos. Corría el flequillo de su frente y la miraba por unos segundos. Ella, sonreía.
Ya parados en el balcón, se despedían. Mientras la mujer entraba a su departamento, él activaba sus zapatos. Lentamente se dejaban ir como desprendiendo sus almas envueltas en un secreto infinito.
Grandón patinaba a diez centímetros del piso hacia su hogar. Llegaba. Guardaba su traje y se sentaba en el living a comer mandarinas. Las pelaba lentamente y separaba todos los gajos en un plato hondo.
Mirando la pared pintada de verde, comía. Luego, se tendía en su cama a esperar el sueño que lo llevaría a la deseada sirena del día venidero.
Y así todos los días. En primavera, en verano y en otoño.
Cada día se repetía el ritual y el deseo de salvar a aquella mujer que bailaba vals en el balcón.
Añoraba cada minuto la hora de la sirena. Pensaba en el abrazo, en el vestido y en las lágrimas.
Añoraba el latir del corazón que le provocaba patinar con sus zapatos propulsados hacia aquel quinto piso.
Añoraba las palabras secretas en el oído de ella.
Pero un día comenzó el invierno. Las nubes frías invadieron la mañana y el héroe sintió el corazón frío. Se le resquebrajaba la piel y no sentía el latido nervioso de cada mañana.
Preocupado, vistió su verde traje y al ponerse sus zapatos se dio cuenta que no funcionaban los motores. No podría patinar. El frío había helado el sistema propulsor.
Desesperado, intento descongelarlos acercándose a la hornalla de la cocina. El gas era escaso y en breves segundos desapareció la llama azul que hubiera salvado aquella triste mañana. No se dio por vencido, y envolviéndolos en toallas, rogó, rezó y suplicó.
Nada. Los zapatos no se descongelaban.
La desesperación era cada vez mayor y sin pensarlo siquiera, salió a la calle descalzo. La sirena comenzaba a ser cada más tenue, apenas imperceptible.
Corrió sobre el hielo del asfalto. Corrió y corrió hasta llegar al balcón del quinto piso. No comprendía ni quería ver hacia arriba. Sin pensarlo y con los pies rojos por la falta de circulación, subió la escalera piso por piso. No sentía la sangre de su corazón, no sentía el llanto de la mujer, ni las palabras inentendibles. No había música imaginaria, ni un vals de escoba.
Pisó al fin el balcón y desgarrado por el dolor pudo ver el vestido verde de la mujer enganchado entre los barrotes mientras flameaba con el viento. La escoba estaba tirada y sólo podía sentirse el soplar de la brisa fría que atravesaba el aire invernal.
Descalzo, se asomó por primera vez por el balcón. Y allí estaba ella.
Desnuda y silenciosa contra el asfalto congelado. Un banco vacío que supo ser de un viejo con boina y un guardapolvo tirado en el piso.
El héroe, comenzó a reír. Reía a carcajadas. Cada vez más altas. Gritaba, gritaba una y otra vez mientras se le destrozaban los nervios. Reía y gritaba. Tomó la escoba y bailaba. Los pies le sangraban, pero reía.  
Y gritaba.

martes, 31 de agosto de 2010

Ensaladera

Hoy me imaginaba un plato de lechuga.

Todas las hojas verdes apoyadas delicadamente.

Luego imaginé tomate en rodajas y acostado sobre la lechuga.

No tengo claro si perita o redondo.

A veces imagino un perita con tránsito lento o viciado por la gula.

Entonces ese perita deja de serlo para convertirse en redondo.

Sigo:

Sobre el tomate (cualquiera sea su raza) huevo duro.

Origen animal, centro amarillo y capa blanca.

Cortados finamente y produciendo varios ovalitos.

Hacer duro al huevo es extremar las posibilidades de cocción.

(A no ser por un microondas que lo atomiza)

Imaginé después una boca.

No me quedó claro si abierta o cerrada.

Pensé en abierta pero sostener en posición “a” provoca babeo.

Entonces cerrada (y no entran moscas).


La boca se agacha sin manos ni cubiertos sobre el plato.

La punta de la nariz toca en primer lugar al huevo.

Como el huevo es duro, la nariz no se mancha.

Luego el labio inferior toca el tomate que se asoma.

Las semillas manchan al labio dejándolo mojado.

Y ahí sí, se abre la boca para lograr arrebatar una hoja de lechuga.


Imaginé entonces que todo era más sencillo cuando era tortuga.



lunes, 19 de julio de 2010

Saquen una hoja

Miradas llenas de ansiedad. Dudas y preguntas que son propias o ajenas.
Las hojas se sellan con el nombre del rey. Aquel que decide, basado en la injusticia, todas las injusticias que se van a ocurrir.
Se pide permiso para mirar mientras las biromes quieren vomitar letras inanimadas.
Es el temor de no encontrar aquella respuesta y la satisfacción de hacer lo que reyes pocas veces se permiten tan abiertamente.
Los ojos se van para los costados, espiando las caras de los otros y que sumidos en el corazón solitario, escriben palabras precisamente deseadas.
Los celulares como alarmas escupen sonidos sorpresivos en el silencio reinante.
Vuelven las miradas vacías o las llenas de conocimiento.
El punto exacto en donde hace conexión el desarrollo mental con la articulación de los dedos es donde la cara se transforma en brutalmente inexpresiva.
La unión precisa entre el saber y el poder provoca un túnel conector entre la memoria y la punta de los dedos. Es consecuencia de ello, perder cualquier conexión con el resto del cuerpo.
En el mientras tanto se producen ideas claras, confusas, ciertas o erróneas.
El proceso continúa hasta que el túnel conector se hace permeable y la conciencia lo penetra parcial o totalmente.
Es allí donde la mano se detiene a la espera de un nuevo momento de inconciencia corporal y del advenimiento tuneleano.
En ese preciso instante los ojos vuelven a tomar expresión inquisitiva, observan el alrededor el búsqueda de nuevas respuestas internas o externas.
La birome gira en las bocas, labios y baila sobre índices y anulares.
Otra vez, el ingreso de la mirada hacia el infinito, y luego como un huracán furioso, vuelve la conexión del túnel.
El proceso se iterando sucesivamente por largos minutos que nunca dejan de ser cortos.
El agotamiento, la certeza que todo está finalizado, la angustia de que no será lo que se imaginó ser y la unión de todo eso, provocan el fin.
La mano desgastada tanto como la neurona.
Como hormigas dejan sus pedacitos de hojas secas. Los seres complejos entregan uno a uno al rey su vivencia, dejando en ella sinergias y reducciones mentales.
Los silencios de las miradas se transforman en lugares vacíos, mientras las hojas vestidas con letras, esperan al rey.

A propósito de las SAD

Estos últimos días, los clubes son parte de la disputa ideológica que tiñe esta previa de ballotage presidencial. Frente a la reaparición de...