miércoles, 27 de enero de 2021

Mario

Me contactaron de él  y resulta que vivía a 20 cuadras de mi casa. No nos vimos nunca pero la pandemia nos encontró hablando de pandemias y pensando en cómo seguir dándole formas a las formas.
Lo vi hoy por primera vez y era casi igual a como me lo había imaginado. Alto, canoso, con un andar lento y pensativo. Solo pude ver su mirada porque el resto era barbijo. Y encontré mucha vida vivida. Vi el cansancio y el recuerdo; esos viejos ojos de quien vio y quiso ver. Sus arrugas adornaban su mirada y su hablar era  tranquilo pero distraído. Tuve la sensación que no le importaba nada de lo que le decía. Pero me respondía, aunque con cierta obligación.  Dejé de hablar, tratando de que  el silencio le genere comodidad.
Caminamos apenas unas cuadras. En sus manos había una carpeta llena de papeles que no sabía del todo para que eran. Tampoco le importaba saberlo. 
Cruzamos dos palabras más y entramos a destino. Para mi sorpresa, saludó muy simpáticamente a quien nos recibió y se alegró del aire acondicionado. Toda una revelación. Mientras esperamos a que nos toque el turno de ser atendidos, empezó a contar algo de sus historias. Las recientes y las pasadas. Empezó a recordar y a dejar claro que ya no quería obligaciones. Me contó de una pileta nueva producto de no poder vacacionar y me contó que nadó ayer a la 1 de la mañana. Cuando callaba, lo volvía a vivir. Nadaba otra vez.
Al rato nos atendieron pero mientras nos decían que hacer, él solo recordaba historias incentivadas por el contexto.  En ningún momento estaba en ese lugar, estaba donde sus ojos expresivos miraban. Un tiempo que ya no es y que no será.
Habló con la gente de apellidos y cuando le preguntaron qué hacía fue tan escueto como conciso. Entonces lo invitaron a pasar y a beber una gaseosa fresca.
Me quedé ahí parada y terminé lo que vinimos a hacer. Me acerqué adonde estaba, dejé las cosas y le avisé que me iba. Quiso venir conmigo, pero le dije que no era necesario porque  en ningún momento imaginé cortarle sus recuerdos y mucho menos su coca fresca.
Me fui con su imagen a mi cabeza: sentado, con sus piernas abiertas y cruzadas, apoyando el lado externo del talón de la pierna derecha sobre la rodilla izquierda. Recostado en una silla cómoda y detrás del vidrio. 
Una hora más tarde, veo un audio con una voz distinta a la que había conocido recién, que dice “Recién salgo, yo no se porque me invitaron a charlar y a tomar algo, para mi estaban aburridos. Gracias por acompañarme y estar”. 

No pude más que sonreír. Me gustó conocerlo  e imaginar ahora sus ojos contentos, llenos de recuerdos y con un profundo deseo de nadar en la nueva pileta. 


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