Desde pequeños transitamos un camino de
aprendizaje que nos lleva a construir un sinnúmero de respuestas para otro
sinfín de preguntas.
Esas respuestas motivan la razón y se
pierden en senderos inconsistentes cuando la pregunta se formula con el deseo
inútil que no llegar a ningún lugar.
Una persona molesta. Otra persona (relacionada afectivamente) observa la molestia.
Pregunta: ¿Qué te pasa?
Respuesta: Nada
Tanta
sencillez insulta hipocresía. O nada.
Una persona mira un punto fijo. Otra
persona (relacionada afectivamente) observa la mirada.
Pregunta: ¿En qué pensas?
Respuesta: En nada.
Tanta
sencillez expresa agobio. O nada.
Una persona molesta. Otra persona observa
la molestia.
Pregunta: (no hay pregunta)
Respuesta: (no hay respuesta)
Tanto
silencio es la nada. O algo.
Una persona mira un punto fijo. Otra
persona observa la mirada.
Pregunta: ¿Tenés hora?
Respuesta: No
Tanta
claridad no necesita nada. O todo.
La nada es una incógnita difusa. Sea la
encontremos en la pregunta, o en la respuesta o que simplemente no este. Es
creadora de imágenes subjetivas de una realidad tan propia y tan distante a la
ajena, que asusta. Y asusta porque es única, porque crea mundos de fantasías
incontrastables. Deseamos ese mundo para
guardarlo para nosotros mientras se responde con la nada o no se responde nada.
Deseamos construir el mundo del otro preguntando solo para imaginar lo que
queremos.
La nada es el silencio, los gritos, los
llantos, los misterios, los enojos. Es abrazar las piedras. Es frustración y es
temor. Es correr debajo de la lluvia mientras escuchamos acordes y llueven
letras.
Pero además la nada es nada.
Y en la mayoría de los casos, eso nos
alcanza.
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