domingo, 15 de febrero de 2009

3 noches, 3 historias (crónicas de viaje)

Contar las cosas que nos pasan puede llegar a ser algo aburrido y si nos ponemos a hilar fino, hasta algo egocéntrico. Esto es así ya que uno presupone o da por sentado que a alguien le puede interesar la vida que uno vive o revive.
A pesar de lo expuesto, y no sólo por egocentrismo sino también por testarudez, quién escribe insiste en contar situaciones vividas.
Si hay algo que he aprendido éstas últimas décadas es a ser testaruda. Si en el eje de mis ojos se presenta algo de interés, ese perdió (o ganó) puesto que mi testarudez en periódo de apogeo obliga a la pérdida energética casi total de la víctima; sea persona, cosa o viento.
Tanta perorata agotadora tiene por objetivo presentar la hipótesis de la sorpresa como medio de descubrimiento y de cómo el punto en el que todo parece malo o de mala suerte puede convertirse en un espacio de sonrisa y disfrute.
A continuación tres noches seguidas de sucesos teñidos de mala suerte en un tipo de mirada pero divertidos a otra. Nunca me sentí sin suerte sin embargo.

Febrero, noche del 6 al 7, Río Colorado (Límite entre La Pampa Y Río Negro)
Llegar a un pueblo desconocido luego de caído el sol sienta a uno en un mar de dudas a cerca de de la ubicación del mismo. Porque nada se ve. En general, uno ve desde la ruta el camino de entrada y un cartel que dice según el gusto (o mal gusto) de sus integrantes, el nombre. Existen innumerables tipos de cartel. Algunos son como arcadas de metal con el nombre escrito arriba, otros estan hechos monumento en una plazoleta, a veces son un cartel en medio de la calle y otras el nombre se forma con flores. He visto algunos que ni siquiera tienen nombre, pudiendo deducirlo gracias al almacén de la ruta que reza "Almacén Las Rosas" y uno, que cree ser inteligente por ésto se dice: estamos en Las Rosas.
Así llegué entonces a Río Colarado. Me recibió un cartel de cemento en el piso que afirmaba serlo.
La noche entrada en estrellas parecía darle un tinte de más perdido de lo que sería en realidad. Necesitaba ir al baño y descansar. Y por qué no tomar una cerveza. No hay pueblo por más pequeño que sea que no tenga un barsucho en donde hacerlo. Hasta hoy. El centro consta de tres cuadras que desembocan en una plaza con asientos al revés. Sería algo complejo de explicar y no tendría sentido hacerlo. La plaza tenía una calesita a donde no parecía haber nadie para dar vueltas, ni siquiera alguien que la haga funcionar, aunque salía música folcklorica extremadamente alta. Nunca entedí de donde y porque esa música en una calesita. Hacia el otro lado de las tres cuadras una pequeña plazoleta lindante con una vía de tren. Un tren que tal vez no existe.
Las posibilidades certeras de descanso, de pis y de cerveza estaban acotadísimas. Ya eran las once y media y ese pueblo de frontera era un fantasma, tal vez ni siquiera era real.
Un kiosco en una esquina alentó mis energías. Entré y parecía un kiosco de ciudad. Pedí unas toallitas descartables (llámese "Carilinas") y con extremo lamento, la señora me dijo que se había quedado sin ellas. Raro pensé. Acto seguido me informó de la desgracia. Parece que había muerto un joven conocido durante el día. La gente triste, había abarrotado el kiosco citadino para hacerle honor a sus lágrimas. Sold out. Con razón no había nada abierto. Salí de allí y me detuve en los negocios y tenían carteles de "cerrado por duelo".
Era el colmo de la desolación. LLegar a un pueblo en el medio de la nada, un pueblo que no tiene nada y encima que esté de duelo. El extremo de la nada misma.
Casi de última agaché mi cabeza y a la distancia vi unas mesas lejos de la calle principal. Caminé hacia allí. "La casa del reloj". Y abierto. Era el oasis en medio del desierto. Me senté y pedí cerveza y fui al baño. Descansé y me nutrí de la historia del reloj y de los relojes colgados por toda la pared. Eran monótematicos con el reloj. ¿Tendrían un problema de tiempos?
Fantasmas, duelos, realidades y cerveza fría.

Febrero, noche del 7 al 8, viaje desde Bahía Blanca a Mendoza capital
Mi abuelo era lechero. Se llamaba Eusebio Fernández. Nació en las montañas. En Andalucía. Arreaba ganado bovino y no sabía demasiado leer y escribir. Nunca pudo pronunciar semáforo ni hormiga. Le salían mal. No lo viví muchos años, mi recuerdo es lejano. Tenía grandes orejas y escupía los dientes cuando tosía. Tal vez no siempre, sólo es mi recuerdo. Se vino de España y continuó su tarea de "pastor" vendiendo leche. Tenía un carro y llenaba las botellas de vidrio que ubicaba cuidadosamente en cajones. Paraba en cada casa y dejaba el desayuno en el barrio de Caballito y en otros más. Todavía queda en la casa paterna el termómetro que usaba para saber la temperatura de las botellas. Una reliquia, parece.
Hoy no existen más los lecheros en Caballito, y casi que en ningún lado. Claro, no ex
istían, hasta esta noche.
Me subí al micro que me llevaría a mi próximo destino. Salió cerca de las nueve de la noche. Apoyé mi cansado cuerpo en la butaca y me preparé mate. Mi compañero de viaje era de lo mas antipático que he visto. Lo único que logré sacarle fue un hola bajito. Inconsciente de mi futuro en la butaca imaginé estar en unas horas en Mendoza. Error. Grave error. Era el único pasaje que conseguí, la única empresa. Pero nadie me advirtió lo que ocurriría.
Había logrado encontrar pasaje en el famoso micro "lechero". Definición: Dícese del micro de larga distancia que va por absolutamente todos lo pueblos y se caracteriza por ir descargando y cargando pasajeros de la misma manera que lo hacía mi abuelo en Caballito con las botellas de leche llenas y vacías. Te ganaste la lotería.
Noté ésta particular característica ya a los pocos kilometros cuando paró en Gral. Daniel Cerri. Al rato algo mas largo, con mi mate ya lavado se detuvo en Chasicó. Ya de noche aunque aún en Buenos Aires, paró en Villa Iris. Subió y bajó bastante gente, imaginé una ciudad importante para la zona. Está cerca de la frontera con La Pampa. Tal vez sea eso.
En La Pampa no hay mucha población, eso no es secreto de estado ni mucho menos. Tampoco hay muchos pueblos en comparación con otras provincias. Sin embargo, todos los existentes fueron parada de mi querido lechero.Gral. San Martín, Bernasconi, Perú, la famosa capital Santa Rosa y Eduardo Castex que no tiene nombre de pueblo sino más bien de escribano garca. Y Realicó. Dejamos La Pampa, muy poco humeda según se cuenta por ahí. A todo ésto la gente se lavantaba, sonaba el celular, buscaba su butaca y hacía un carnaval entrerriano.
Coqueteamos con Córdoba y su Villa Huidobro. Mi compañero dormía como si le hubieran pegado un masazo en la cabeza. Y no decía nada.
San Luis, la tierra de los Saa nos acompañó con sus paradas en Justo Darak, en Villa Mercedes y en el propio San Luis. Allí pude bajarme y recorrer. La mañana sanluiseña me afirmo que llegaría a cualquier hora a destino, pero no me importó.
El Río Desaguadero divide San Luis de Mendoza. Río pobre como el pueblo.
Visitamos en mi provincia destino La Paz, La Dormida, San Marín y ya en la autopista citadina Maipú, Villa Nueva y Godoy Cruz. Y llegamos a Mendoza. Casi que no reconocí a nadie que había salido conmigo en Bahía Blanca. Todas eran caras nuevas. Todas, menos la de mi compañero de butaca que ni siquiera me dijo chau.
Por un momento, mi abuelo y yo fuimos lecheros. Y lo disfruté.


Febrero, noche del 8 al 9, viaje de Mendoza a San Rafael y San Rafael
Copiloto es mi segundo nombre. Me llamo Gabriela Copiloto Fernández. No sé porque nunca acopañé a algun piloto de TC o de Rally y aún no sé porque no hay una carrera universitaria que se llame "Licenciatura en Copilotía". Amo los mapas, la noche en la ruta y el mate nocturno hecho en la oscuridad con repasador sobre las faldas y haciendo malabares para servir el agua sin tirar nada afuerta. El micro y la copilotía no van de la mano. Uno es como una tribu de dormidores compulsivos babeándose algo desgarbados en una butaca usada por miles y miles de viajantes.
El micro a San Rafael era hermoso, no por nuevo sino porque era todo de madera y telas en las paredes y cortinitas. Parecía de otra época. Me senté en el asiente 50. Mucho sol pero no cerraba las cortinas para ver el paisaje. Los choferes, mendocinos graciosos, le hacían chistes a todos y no fui la excepción. Fui a preguntarles por una ubicación a ver si podía cambiarme y me negaron la posibilidad. Todo bien, igual. El no siempre está. Se los escuchaba reir por el pasillo que daba a la ca
bina. Se divertían.
Yo, en mi asiento. Luego de diversas paradas. Pararon en San Carlos. Se detuvo más de lo normal y se veía un movimiento raro. A lo lejos espiaba a los dos choferes con gente de la empresa y una señora con una nena hablando efusiva y desesperadamente. Se acerca uno de los dos choferes hasta la puerta y me hace señas que vaya. Yo? pregunté (con señas) Sí, sí y con la mano flexionando hacia arriba me indicaba que baje del micro y que vaya. Miré a mi alrededor y me volvió a afirmar con la cabeza. Bajé del micro y me acerqué al grupo de gente.
El problema: la señora, pobre señora casi con lágrimas en los ojos, tenía el pasaje que decía 7:35 y evidentemente interpretó que era de tarde y no de mañana. Y no había lugar. "No tengo donde quedarme, y estoy con mi hija" decía pendiendo de un hilo triste.
¿Adónde entraba yo? Parece que tengo cara de mina copada me dijeron.
La propuesta: Ceder el asiento mío a la señora con su hija y yo irme a la cabina con los choferes. Pero sólo si quería, porque ya tenía mi butaca paga.
Y yo, soy Gabita Copiloto. Cómo he de negarme? Les dije que no había problema, que cedía mi asiento a la mujer desgraciada. Mudé mis pertenencias, pasé por el pasillo que antes veía y mientras escucha a la señora diciendo "gracias, gracias" me senté en el asiento de copiloto. Ya era de noche. Mis nuevos amigos, agradecidos, me dieron los mejores servicios. Asiento cómodo, mate, un pucho si quería y alfajores varios. Charlamos, contamos las vidas de cada uno y pasé las próximas tres horas en la cabina de los choferes. Y ahora reía yo. Y tomaba mate mientras miraba las estrellas que se avalanzaban sobre la ruta para regalar naturaleza.
Llegamos a San Rafael, parece que no hay demasiada onda entre los mendocinos y los sanrafaelinos. Historias, como las miles que me contaron. San Rafael es una ciudad enorme, no lo había imaginado así. Me decepcioné un poco. No quería tanta ciudad. Pero era de noche y nada había podido ver.
Y me bajé en la terminal. Pero no por la puerta que bajaban todos. No señor.
Bajé por la puerta del copiloto, como debía ser.
Prefiero noches de azar dudoso pero interesantes que noches con cola de conejo pero iguales a sí mismas.

3 comentarios:

Carla Valicenti dijo...

cooopiloootooo.... jajjajajajja

Anónimo dijo...

Los pueblos perdidos, los micros donde la gente sube y baja , pero hay campo entre estaciòn y estaciòn, y ser copiloto en un micro de pasajeros y no en un auto, son las experiencias diferentes que pudiste disfrutar, que te hizo sentir extraña, que te llamo la atencion .....
vos vivis en la ciudad!!!!!!!
mamushka

Anónimo dijo...

me encantò tu experiencia. me hiciste recordar a mis èpocas de mochilera. esto es lo que condimenta a la vida de esos sabores inexplicables de las cosas raras e inborrables.

A propósito de las SAD

Estos últimos días, los clubes son parte de la disputa ideológica que tiñe esta previa de ballotage presidencial. Frente a la reaparición de...