
En las profundidades del hueco la oscuridad levantaba humo gris infectado de olor extraño.
Asomaba las orejas y miraba a esa gran araña que, entumecida por el calor, tejía hilos de hielo que se unían al humo gris y al humo seco.
El hijo del hombre escuchaba palabras sordas. Palabras telarañas.
Una red devolvía sin miedo el manto de una virgen que guiñaba el ojo y descubría hoyos llenos de telarañas y arañas de patas peludas mientras el sol salía sólo para encontrar al hijo del hombre que, sentado con las manos entrelazadas, contaba arañas peludas.
El hueco iluminaba la sombra.
Sombra de araña desarmada.
El hijo del hombre escupía hilos babosos y se convertía en orejas asomadas. Silencio de hijo y de hombre.
Arañas aplastadas por sus propias telarañas.
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