Antes de ser limones son pequeñas flores blancas que duran poquito. Duran lo que apenas dura verlas. Y las ves porque se caen. Tienen aroma a limón.
En cada rama hay muchas de ellas. Pero son silenciosas y con un corazón amarillo, son la génesis.
Pasan sin pena, con gloria y dan paso a pequeños frutos verdes.
Los limones nacen tan chiquitos como quien nace. Así y todo su aroma parece no disimular su futuro. Un futuro posible de ver en los días que siguen. Y entonces crecen y no cambian su color hasta que un leve amarillo va transformando su presencia.
Se amarillan, como las hojas en otoño.
Pero los otoños nos avisa del recambio, nos obliga a pensar en la decadencia de las cosas, en la finitud de los ciclos.
El amarillo del
limón no se asoma amarronado, se convierte en cada vez más
amarillo.
Algunos caen antes de ser lo que deben ser, Algunos
no se sueltan ni logrando ser lo que son.
Dicen por ahí que sacarlos en su punto justo le permite al árbol reproducirse y crear nuevos frutos.
El limón maduro es poderoso, mira altivo lo que va a pasar. Y pasa que toda su madurez se transforma en momento exacto para ser parte de otra cosa o de otras cosas. Su naturaleza ácida y bondadosa ofrece alternativas inimaginables. Incluso, partido, lamerlo produce una sensación inigualable, digna de florcitas ignotas.
Algunos limoneros no descansan. En el frío del invierno regalan su proceso natural para la contemplación y el aroma deslumbra al viento helado de la mañana.
Aquellos que quedan luego de la madurez, se hacen chiquitos, arrugados, hasta el amarillo se opaca. El aroma se va, quedan apenas dejos de lo que fueron.
Y las flores que ya no son comprenden, justo en ese momento, que llegó el momento de volver a ser sin ser, de volver a crear en silencio, de volver a ser solo el bello secreto que permite ser al limón.
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