sábado, 3 de mayo de 2014

Colectividades y Lavadores de Cabeza

Aprovechando un viaje en auto, fui para la Plaza de Morón en donde se estaba realizando la Feria de las Colectividades.
Tenía ganas de visitarla porque quería conseguir adornos lindos para mi casa vacía de adornos. Sin embargo lo que definió mi visita fue un corte de luz, el decimosexto en dos de meses.
 “Sr. Usuario, le informamos que se observa en su zona un problema con la línea de media tensión. Estamos trabajando para resolverlo en las próximas horas.” (Gracias Edenor. Muy eficiente su locutora.)
Llegué a la feria, y mientras bajaba del auto imaginaba ver cosas de lo más extrañas de países muy distintos y lejanos. Expositores hablando raro y yo queriendo entenderlos mientras compraba una pintura india. Pero nada de  eso ocurrió.
Era una Feria de Colectividades pero gastronómica. Lo primero que vi fue un stand de Haití que hacía todo tipo de jugos de frutas con y sin alcohol. Haití tenía al menos 5 stands, que eran exactamente iguales a los de Brasil y a los de República Dominicana, que tenían 5 y 3 respectivamente. Negros con batidoras, bananas y música de fiesta. Sonrisas y arengas. Iguales, todas iguales. ¿Entonces cómo? ¿Las tres culturas son iguales, o el estereotipo lo es?
Había locro, la famosa carne cortada envuelta en una “rapidita” y chori. De cuestiones culturales, solamente en el stand de México había fotos del Chavo y en el de los Nigerianos  unos CD truchos de música autóctona.
La gente iba y venía comiendo empanadas de carne cortada a cuchillo típicas de vaya a saber que provincia o país ya que las vendían en Santiago del Estero, en Tucumán y en un Stand de la India (que no tenía ninguna pintura).
Para no ser menos y adentrarme en el mundo que visitaba decidí comer. Luego de mucho ver y no decirme por nada estacione mi humanidad en México (había como tres stands) y me compré un taco de carne. Le agregué salsa picante.  
Picaba.
Sentí una necesidad imperiosa de beber algo y me fui hasta Irlanda a comprar una cerveza tirada marca “no recuerdo cual” para bajar el picor. Explotada hacia mis adentros, busqué un rincón vacío y me senté a apagar el fuego interior con mi cerveza en la mano. La Municipalidad era mi sillón y el desfile de seres humanos de todas las edades, mi película.
Los miraba comer, beber, tirar sin querer pedazos de carne al piso y secar con una servilleta la boca de los niños que entre corrida y corrida comían un pedazo de choripán y una cuchara de locro.
Suficiente me dije. Ya había vuelto en mí, el efecto del picante/cerveza en ese contexto me dio ganas de estar en otro lugar, más específicamente en mi cama durmiendo la siesta.
Pero la teletransportación aún no existe, por lo que junté fuerzas y comencé a caminar. Me alejé rápidamente de ese enjambre de olores y colores y niños y migas en el piso.
Mi frustrada travesía de compras autóctonas impulsó mis ganas de ir a la peluquería. No me pregunten por qué. Es verdad que las últimas dos semanas mi pelo se encuentra un tanto conflictivo y es verdad también, que la primera cosa que digo a Nadia cuando entro en la oficina es “¿viste como tengo el pelo?” Y Nadia, como una reina que es, simplemente se ríe. Y yo, secretamente, me doy cuenta que lo que tendría que decir en ese momento es “sí, tu pelo es un desastre, hacete un rodete y ponete gel”
Entonces por Nadia y por una feria absolutamente inútil, me fui a la peluquería. Recordé que había una en el centro de Ramos Mejía que te cortan cual chorizo. Son mil lavadores de cabeza y mil peluqueros. Entrás en su cadena de producción y te convertís en sachet de leche o en lata de arvejas. Eso era lo que necesitaba. Ir a un tipo de peluquería al que nunca había ido y en el que simplemente sos una cabeza con pelos. Necesitaba lo impersonal, lo despojado, que me vean sin importarle nada de mí, ni de mi vida, ni de mis necesidades ocultas.
Hacia allí fui. Pasé por la puerta y vi que, como la Feria de las Colectividades, era una acumulación de seres humanos semi abarrotados, vestidos de negro y haciendo turbantes a las mujeres en su cabello. Seguí de largo. (Me dio algo de pudor) Hice unos pasos y volví.
“Vamos querida, esto es lo que querías, entrá.”
 Y me hice caso.
Me recibieron y me preguntaron que me iba a  hacer. “¿Cortarme?” dije yo. No me gusta ir a la peluquería porque nunca sé que me quiero hacer. Siento la necesidad extrema  de que otros  decidan por mí.
Me derivaron con Pablo, que me sentó y empezó a lavarme la cabeza. Al minuto y medio arrancó con las preguntas: “¿Hace cuanto no te cortas? ¿Siempre tuviste el pelo tan  largo? ¿Trabajás mucho? ¿Tenés tiempo para ir a la pelu?”  Cada respuesta me llevaba a ofrecer un producto distinto. “Ay, tenes el pelo dañado, antes de cortarte podes hacerte varias cosas para mejorarlo: criogenizado, nutrición shock, ampollas con aditivos naturales, impermeabilizado de puntas, shock de nutrientes nucleares y (…)”
Agotada mientras me masajeaba el cerebro terminé por comprarle una ampolla nutritiva solo para que se calle. Luego siguió con la marca de shampoo y me quería vender uno a 190 pesos pero que me duraría como cuatro meses. Le dije finalmente que no, que gracias, aunque debería haberle dicho “Pablo, ya me quemaste el cerebro y me pusiste la ampolla de 77 pesos, no jodas más”. Pero igual que Nadia, fui una reina.
La cadena de producción marketinera me llevó a Agustina, la peluquera que en un ratito nomás me despacho con modesto corte justo y  necesario.
Ya con mi pelo cortado, luego de algunas horas de navegar por masivas situaciones, emprendí el regreso al hogar a la espera de que Edenor haya resuelto sus problemas con la media tensión. En el camino me compré bellas margaritas rojas y desmagneticé la tarjeta SUBE, tal es así que una señora me la prestó. Le devolví 2 pesos.
Llegué a casa sin adornos de otras culturas y con menos pelo.

Pero había luz y también margaritas.  

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