Aprovechando un viaje en auto, fui para la Plaza de Morón en
donde se estaba realizando la Feria de las Colectividades.
Tenía ganas de visitarla porque quería conseguir adornos lindos
para mi casa vacía de adornos. Sin embargo lo que definió mi visita fue un
corte de luz, el decimosexto en dos de meses.
“Sr. Usuario, le informamos que se observa en su zona un problema con
la línea de media tensión. Estamos trabajando para resolverlo en las próximas
horas.” (Gracias Edenor. Muy eficiente su locutora.)
Llegué a la feria, y mientras bajaba del auto imaginaba ver cosas
de lo más extrañas de países muy distintos y lejanos. Expositores hablando raro
y yo queriendo entenderlos mientras compraba una pintura india. Pero nada
de eso ocurrió.
Era una Feria de Colectividades pero gastronómica. Lo
primero que vi fue un stand de Haití que hacía todo tipo de jugos de frutas con
y sin alcohol. Haití tenía al menos 5 stands, que eran exactamente iguales a
los de Brasil y a los de República Dominicana, que tenían 5 y 3
respectivamente. Negros con batidoras, bananas y música de fiesta. Sonrisas y arengas.
Iguales, todas iguales. ¿Entonces cómo? ¿Las tres culturas son iguales, o el
estereotipo lo es?
Había locro, la famosa carne cortada envuelta en una “rapidita”
y chori. De cuestiones culturales, solamente en el stand de México había fotos
del Chavo y en el de los Nigerianos unos
CD truchos de música autóctona.
La gente iba y venía comiendo empanadas de carne cortada a
cuchillo típicas de vaya a saber que provincia o país ya que las vendían en
Santiago del Estero, en Tucumán y en un Stand de la India (que no tenía ninguna
pintura).
Para no ser menos y adentrarme en el mundo que visitaba
decidí comer. Luego de mucho ver y no decirme por nada estacione mi humanidad
en México (había como tres stands) y me compré un taco de carne. Le agregué
salsa picante.
Picaba.
Sentí una necesidad imperiosa de beber algo y me fui hasta
Irlanda a comprar una cerveza tirada marca “no recuerdo cual” para bajar el
picor. Explotada hacia mis adentros, busqué un rincón vacío y me senté a apagar
el fuego interior con mi cerveza en la mano. La Municipalidad era mi sillón y
el desfile de seres humanos de todas las edades, mi película.
Los miraba comer, beber, tirar sin querer pedazos de carne
al piso y secar con una servilleta la boca de los niños que entre corrida y
corrida comían un pedazo de choripán y una cuchara de locro.
Suficiente me dije. Ya había vuelto en mí, el efecto del
picante/cerveza en ese contexto me dio ganas de estar en otro lugar, más
específicamente en mi cama durmiendo la siesta.
Pero la teletransportación aún no existe, por lo que junté
fuerzas y comencé a caminar. Me alejé rápidamente de ese enjambre de olores y
colores y niños y migas en el piso.
Mi frustrada travesía de compras autóctonas impulsó mis
ganas de ir a la peluquería. No me pregunten por qué. Es verdad que las últimas
dos semanas mi pelo se encuentra un tanto conflictivo y es verdad también, que la
primera cosa que digo a Nadia cuando entro en la oficina es “¿viste como tengo
el pelo?” Y Nadia, como una reina que es, simplemente se ríe. Y yo,
secretamente, me doy cuenta que lo que tendría que decir en ese momento es “sí,
tu pelo es un desastre, hacete un rodete y ponete gel”
Entonces por Nadia y por una feria absolutamente inútil, me
fui a la peluquería. Recordé que había una en el centro de Ramos Mejía que te
cortan cual chorizo. Son mil lavadores de cabeza y mil peluqueros. Entrás en su
cadena de producción y te convertís en sachet de leche o en lata de arvejas.
Eso era lo que necesitaba. Ir a un tipo de peluquería al que nunca había ido y
en el que simplemente sos una cabeza con pelos. Necesitaba lo impersonal, lo
despojado, que me vean sin importarle nada de mí, ni de mi vida, ni de mis
necesidades ocultas.
Hacia allí fui. Pasé por la puerta y vi que, como la Feria
de las Colectividades, era una acumulación de seres humanos semi abarrotados,
vestidos de negro y haciendo turbantes a las mujeres en su cabello. Seguí de
largo. (Me dio algo de pudor) Hice unos pasos y volví.
“Vamos querida, esto
es lo que querías, entrá.”
Y me hice caso.
Me recibieron y me preguntaron que me iba a hacer. “¿Cortarme?” dije yo. No me gusta ir a
la peluquería porque nunca sé que me quiero hacer. Siento la necesidad extrema de que otros decidan por mí.
Me derivaron con Pablo, que me sentó y empezó a lavarme la
cabeza. Al minuto y medio arrancó con las preguntas: “¿Hace cuanto no te
cortas? ¿Siempre tuviste el pelo tan
largo? ¿Trabajás mucho? ¿Tenés tiempo para ir a la pelu?” Cada respuesta me llevaba a ofrecer un
producto distinto. “Ay, tenes el pelo dañado, antes de cortarte podes hacerte
varias cosas para mejorarlo: criogenizado, nutrición shock, ampollas con
aditivos naturales, impermeabilizado de puntas, shock de nutrientes nucleares y
(…)”
Agotada mientras me masajeaba el cerebro terminé por
comprarle una ampolla nutritiva solo para que se calle. Luego siguió con la
marca de shampoo y me quería vender uno a 190 pesos pero que me duraría como
cuatro meses. Le dije finalmente que no, que gracias, aunque debería haberle
dicho “Pablo, ya me quemaste el cerebro y
me pusiste la ampolla de 77 pesos, no jodas más”. Pero igual que Nadia, fui una reina.
La cadena de producción marketinera me llevó a Agustina, la
peluquera que en un ratito nomás me despacho con modesto corte justo y necesario.
Ya con mi pelo cortado, luego de algunas horas de navegar
por masivas situaciones, emprendí el regreso al hogar a la espera de que Edenor
haya resuelto sus problemas con la media tensión. En el camino me compré bellas
margaritas rojas y desmagneticé la tarjeta SUBE, tal es así que una señora me
la prestó. Le devolví 2 pesos.
Llegué a casa sin adornos de otras culturas y con menos
pelo.
Pero había luz y también margaritas.
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