viernes, 1 de mayo de 2009

Cerraduras

Se sentó en el medio de la sala celeste. Habían pintado de ese color la habitación.
Sólo quedaba la silla de caño gris y cuerina beige, un insulto al buen gusto.
Mientras entendía que sólo eran la silla y él, se produjo un incendio a dos cuadras de allí. Los bomberos pasaban velozmente y las sirenas le taladraban lo que le quedaba de su cerebro. Había entrado por la única puerta de la habitación. La cerradura andaba mal. Introdujo la llave como pudo y se sintió sólo con fuerzas para llegar al mueble que quedaba. La docena de copas consumidas hacían estragos en sus rodillas que coqueteaban con el parquet gastado y manchado de negro. La lamparita colgaba del techo, su luz tenue no llegaba a convertirse en claridad.
Sentado miró a su alredodor y su cabeza cedío al igual que sus brazos. Preocupado por su postura intentó mirar hacia arriba. El esfuerzo fue enorme pero logró quedar sentado. Cabeza hacia atrás, brazos a los costados, piernas estiradas dejandose sostener apenas por la silla.
Ya sólo quedaban recuerdos de la bocina. Por un instante imaginó las llamas destruyendo madera, sábanas, colchones, cortinas. Imaginó el fósforo cayendo desde la mesada de la cocina mientras la pareja se olvidaba de correr el repasador caído en el piso, llevados por la pasión del encuentro. Y el calor de sus cuerpos hacía olvidar el calor que comenzaba a brotar desde la cocina. Imaginó los besos más sublimes rodeados del fuego destructivo que terminaba con todo lo que se le ponía frente a él y que escondía las formas para convertirlas en restos chamuscados y olvidados.
Imaginó los gritos desesperados de una mujer envuelta en las sábanas y la desesperación del hombre haciendo esfuerzos inútiles para apagar el propio fuego y el que entraba por debajo de la puerta de la habitación.
Imaginó la falta de aire y de oxígeno, las llamas desapareciendo las sábanas que envolvían a la mujer, el furioso color anaranjado que hacía explotar los espejos tan dedicadamente colgados.
E imagino una canción aún sonando en el viejo equipo de música. Una canción tristemente romántica que no parecía perderse con el fuego, que lo desafiaba con sus notas conservando el misterio de lo imposible que es seguir sonando cuando el calor domina.
Su mano logró sacar el arma del bolsillo derecho aunque pesaba demasiado. Quedó apoyada en su muslo. Una lagrima se perdía en su mejilla mientras miraba la lámpara del techo e imaginaba el olor a venganza mezclada con pena. Acercó el arma a su cabeza y la apoyó sin antes mirar a su alrededor. Era la nada misma, el celeste cada vez era más penetrante, la inexistencia de objetos y las manchas negras del piso. Respiró profundamente y sintió el olor a humo, un olor a dolor quemado y a tarea cumplida.
Y disparó.

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