viernes, 19 de diciembre de 2008

Endija

Capaz que si salía temprano podría llegar a alcanzarlo.
No dudé ni un segundo en poner la mano sobre la cabeza de ese perro callejero que me esperaba cada mañana sentando en la puerta de casa. No había razón para no tocarlo.
Gladys, siempre encontraba un motivo para criticar esa actitud. No podía entender cómo era posible que pusiera mis manos en un perro sarnoso enamorado de una puerta que en otra época había sido el sostén de una pequinesa con cara de mala. Los perros tienen el olfato demasiado desarrollado. Buscan a través de lo que huelen. Encuentran. Y tal vez, imaginé casi en secreto, su olfato trasciende el tiempo y el espacio. Esa era la explicación de por que el perro podía oler algo tan imperceptible para mí y para todos como el extraño perfume a pequinesa de otro tiempo.
Gladys me contó un día que se llamaba Pelusa y que había vivido doce años con la dueña anterior. Era una perra triste pero muy maluhumorada. Se quedaba horas apoyada contra la puerta de calle oliendo por la endija que se formaba hasta llegar al piso de laja roja del pasillo. No supo contarme si aún vivía Pelusa. El día de la mudanza, hace ya dos años si mis cálculos no fallan, mientras los peones cargaban muebles de roble pesados y los depositaban sin cuidado en el camión, la pequinesa corría de un lado para otro como si no entendiera nada o posiblemente todo. Su cara llena de pelos sin nariz parecía más triste que nunca, pero no había malhumor. Debió haber sido la puerta pensé. Claro, la endija no era más endija. Era espacio abierto por donde pasaban piernas de hombres esforzados cargando pedazos de historia. Cómo no comprender entonces la tristeza, pensé.
Eso fue lo último que supo Gladys de Pelusa. Cuando el camión se fue, se llevó a la pequeña y a su endija. Pero no pudo llevarse su olor.
Ramón (así lo llamo al perro enamorado, mientras le acaricio la cabeza) no dudaba de la existencia de Pelusa. No lo dudaba ni un segundo. La puerta de casa es de madera maciza pintada de blanco. Desde adentro se llega a ella a través de un pasillo corto. Un camino a recorrer que no necesita más de cinco pasos. Sí, los conté. Me gusta contar las cosas de la vida cotidiana. Cuento los árboles que hay en la cuadra, las hormigas que van en perfecto orden llevando alimento antes de una tormenta o la cantidad de macetas que entran en el balcón del vecino de enfrente. Desde afuera la vereda y luego la calle empedrada. Y Ramón.
Acaricié con mi mano su cabeza cabeza peluda y áspera. Su pelo enredado y sucio no dejaba de ser blanco y brilloso. Levantó medianamente su cabeza y respondió al afecto con más afecto. Refregó su hocico en mi muñeca estirando el cuello de tal manera que por un momento sentí miedo que fuera a salirse de su cuerpo. Y pareció sonreir.
Gladys miraba desde lejos con cara enojada.
Miré mi reloj, tenía algunos pelos de Ramón y entendí que no era tan temprano. Corrí hasta la esquina sabiendo que dejaba atrás las macetas del vecino, las hormigas, los árboles, a Gladys y su cara, a Ramón y a Pelusa. Y a la endija.
A lo lejos, vi asomarse el 168 y capaz que si salía temprano podría llegar a alcanzarlo.

2 comentarios:

Carla Valicenti dijo...

¡¡¡¡¡ Me encantó!!!!!!
¿La cara de malhomorada de la pequinesa no habrás sido inspirada por alguno de mis pequineses, no?
Besos

Carla Valicenti dijo...

Amigä:
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Besos

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