
En ésta sociedad mundial vivida nos encontramos con estos monumentos al consumo casi como con semáforos. Supermercados, hipermercados y requetecontra mercados.
En ellos, la panacea de la variedad. Encontrás desde un celular hasta un corpiño armado, pasando por los fideos y el filete de merluza. Se entiende como una posibilidad de unificar las necesidades sin gastar energías paseando de negocio en negocio. Un buen recurso.
La gente disfruta de su chango. De llevarlo, de pasearlo, de llenarlo. Ocurren de vez en cuando accidentes de tránsito. Un choque doble o triple por acá, una pisada de pie ajeno por allá o la obligación de hacer una toma de karate para llegar a la salsa basilicata lista para usar marca Molto que está invadida por changuitos olvidados, que sus dueños estacionan para continuar el recorrido consumista sin cinturón de seguridad.
El valor de los productos tiende a ser minimizado. Y no hablo del valor económico, sino del sentimental. Existe una sospechosa igualdad entre cada uno de ellos. Se tiende a no encontrar diferencias entre una pascualina La Salteña y una ojota. Y las hay, sin dudas. Pero eso no importa. Con todos se tiene la misma actitud. Se pasea el changuito hasta el lugar deseado. Se miran las diferentes opciones, algunos comparan precios, otros marcas otros deciden sin mirar. Se toma el producto y se tira casi con éxtasis dentro de nuestro móvil acarreador. Y así con cada uno. Y empiezan a acumularse, se pegotean unos con otros, se tuercen y comienzan una orgía heterogénea muy poco pudorosa.
Y así hasta que se acaba la necesidad o el dinero. Entonces, encandilados por tanta variedad y placer consumista se emprende la retirada. Allá va el chango en busca de la caja con menos cola. Elegirla, un ritual. Contar los productos si son poquitos para ver si llegan a 15 y así evitar el exceso ajeno. Y si somos el exceso ejercitar la paciencia de una eterna cola.
Y se llega. La cajera saluda y comienza la locura de contar los productos. Es el momento donde el producto deja de serlo para ser un número. Elogio a las matemáticas. Ya queda poco. Sólo pasear los códigos de barras de la maquina lectora. Y todo va bien. Hasta que un maldito jean no tiene su código. No hay manera de pasarlo. Entonces, todo se detiene. La computadora, el pasaje compulsivo de productos, las personas que hacen la cola, la cajera y el cliente. Porque es en ese momento donde se le da valor a un producto. Entendemos que es un jean sin código. Pero sobre todo entendemos que es un jean y no una "cosa" que agarramos de la góndola. Entonces se espera con ansiedad, algo de vergüenza y de bronca al empleado que hace el trámite por nosotros y va casi corriendo a buscar el código. La calma llega cuando vuelve agitado pero decidido a resolver el problema que detiene todo.
Suspiros en general, más allá de los diez minutos que todos han perdido.
Se vuelve a cargar el changuito pero ahora lleno de bolsas que organizan los productos y nos encontramos nuevamente en esa playa de estacionamiento que cada vez tiene mas autos. Y más changos.
La necesidad quedó saldada. La variedad quedó intacta. Pero ahora y por suerte todos los artículos tienen código. Aunque ya no importe
Foto: Adrian Suar y Nicolás Cabré en una escena de "Sin Código".