lunes, 22 de octubre de 2012

El ejército del vagón (Troya)


Tenía que venir pero no vino. Luego sí vino, pero tarde. Apareció imperativo en el penoso andén “uno” de la Estación Once y se convirtió en un arca de Noé. Se llenó de nosotros, animales de distintas razas dispuestos a salvar el mundo.
Mareas humanas masoquistas emprendimos viaje hacia nuestros hogares sin importarnos nada, nada, las condiciones.

De Once rápido a Flores, Liniers, Morón, y luego parando en todas.

Impunemente decidí tomarlo y bajarme en Liniers.
(No sabía se convertiría en un viaje al Medioevo.)
El viaje como morcilla no sería nada si no fuera porque ese olvidable tren abre las puertas en las estaciones para que más seres poco humanos irrumpan dolorosamente en el vagón.
Flores me preocupó. Subieron demasiados pasajeros despojados de ciudadanía, e impidieron bajar a un par de locos trastornados que prefirieron la masacre a un colectivo.
Fue entonces cuando dije en voz alta que mi intención era bajar en la próxima, a lo que un par de esqueletos buena onda me dijeron  que me acerque ya, porque no creían que pueda bajar.

Dice la leyenda que en Liniers la gente se multiplica religiosamente. El dueño del puesto de panchos dice: “ustedeis se duplicarán y comprarán cientos de panchos con papas pai. Y le pondrán mayonesa diluida en agua. Amén”… y el milagro ocurre.
Y las almas brotan de las fisuras del andén y renacen de las paredes.

Ya estaba yo sobre la estación de Floresta cuando comencé mi búsqueda. Estaba nerviosa. Agarre fuerte la cartera y comencé a acercarme a la puerta. Casi que ni podía moverme, por lo que solicitaba uno a uno me cambiara de lugar. Refregaba cada parte de mi cuerpo con otros cuerpos y así llegué cerca de la puerta. Las manos me transpiraban. Corrían gotas de incertidumbre…
¿Qué me esperaba en Liniers?
Una cosa tenía clara:  sola no iba a poder.
Hacer presión para bajar desde adentro del tren mientras los multiplicados seres del andén pugnaban por entrar, era tarea de grupo.
Entonces imaginé las guerras medievales, cuando un ejército de un color cargaba de sus cañones, arcos y flechas, caballos, espadas, banderas y se alineaba frente al enemigo para salir corriendo a encontrarse en batalla cuerpo a cuerpo cuando algo o alguien daba la señal.
Y se chocaban con el otro ejército que también corría con el mismo objetivo pero al revés. Y con espadas y otros colores, atravesaban territorios llanos y desérticos, para cruzarse en un juego de violencia infinita.
Me sentí una guerrera medieval.
Entonces comencé a motivar a mis compañeros de viaje. ¿Usted señor baja en Liniers? ¿Usted señora? Y así fui armando mi ejército medieval, con el único objeto de bajar.
Ya en Villa Luro contaba con más de media docena de gente que algo risueña que disfrutaba de mi arenga que rezaba: “vamos compañeros que podemos” “todos juntos venceremos a las mareas humanas con objetivos de ingresar al vagón” “la unión hace a la fuerza” y otras palabras motivadoras que ahora poco recuerdo.
Llegamos a Liniers, y fuertes de alma entramos al andén. Vimos a la muchedumbre impaciente por entrar. Eran cientos, con sus caras diabólicas y sus ojos inyectados en sangre.
Estaban listos para el scrum medieval.
Paró el tren y se escuchó el último grito de guerra: “¡Vamos compañeros que podemos!”, entonces se abrió la puerta. Eran ordas humanas pujando por entrar desesperadamente... pero no pudieron, nuestro ejército estaba motivado que empujó todo lo que más pudo. Hombres, mujeres jóvenes y más grandes, algún adolescente. Una docena convertida en “humanos presionadores de humanos” logramos vencer, logramos salir. Recién ahí el ejército de Liniers logró subir.
Nos sentimos cómplices y nos miramos. Estábamos completamente ajados pero identificados con el color del ejército del vagón. Nos despedimos con ojos cansados.

Allá se fue el tren, tarde, retrasado, lleno de masas humanas que estarán conformando nuevos ejércitos para enfrentarse al ejército de Morón.

Pero ahí, en Liniers, no habíamos solamente bajado, habíamos conquistamos Troya.

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