miércoles, 8 de septiembre de 2010

En el corazón de los héroes

El héroe se levantaba cada día esperando aquel sonido que le dé la razón de continuar siéndolo. Alrededor de las nueve menos cuarto sonaba una sirena aguda que intermitentemente disparaba notas al unísono.
Esa era su señal. Se calzaba la capa verde y el traje de Neopren. Luego ataba su antifaz.
Sus zapatos eran propulsados por dos motores. Subido a ellos, se elevaba diez centímetros del piso.
Sin que la sirena deje de sonar, tendía su cama velozmente.
Nunca bajaba por la escalera, ni mucho menos por el ascensor. Desde su primer piso, abría la ventana y se tiraba por ella. Los zapatos propulsados impedían el golpe.
La vecina del 1º B, que tenía su ventana al lado, oía las palabras matinales que el héroe recitaba al cielo: “Soy Grandón, el rey de corazón… ”
Y salía patinando en el aire, a diez centímetros del piso.
Patinaba en búsqueda de la sirena. Era su brújula. A medida que el sonido se hacía más fuerte, su corazón latía más y más. Entendía de la cercanía del problema y que en pocos minutos podría ayudar. Sus manos transpiraban frío, por la ansiedad, los nervios y el temor de lo que encontraría.
Llegaba y allí estaba. Siempre estaba aquella mujer subida al balcón. En un piso quinto, desfilaba vestida de verde. Desfilaba y coqueteaba con los barrotes de metal. Decía cosas al aire que no se entendían y lloraba.
Bailaba un vals abrazada a una escoba y rozaba su vestido contra el viento. Se detenía. Miraba hacia abajo, volvía a decir cosas que nadie entendía y volvía a llorar.
El héroe, subía por las escaleras de incendio sin pisar los escalones. Patinaba a través de la baranda a diez centímetros de ella. Uno a uno, los pisos quedaban atrás.
Eran dos personas las que miraban el espectáculo. Un señor viejito con boina marrón que sentado en un banco saboreaba un mate despreocupadamente, y un niño de aproximadamente diez años que pasaba caminando en su delantal de escuela y con una mochila vacía. Los dos miraban hacia arriba y veían el deslizar del héroe y la danza de la mujer.
En el quinto piso, el tiempo se detenía. Ella soltaba su compañero de baile y se dejaba caer en sus rodillas y sus brazos abrazaban los barrotes del viejo balcón. Su cara con el maquillaje corrido por las lágrimas, se hundía en el vestido verde.
Grandón desactivaba sus zapatos propulsados y se sentaba junto a ella. Le decía cosas delicadamente indescifrables en sus oídos y la abrazaba. Los dos lloraban, mientras la sirena se silenciaba hasta la inexistencia.
Pasaban largas horas abrazados. Las palomas se posaban en el ángulo de los barrotes y los miraban. Bocinas de autos, gritos desde los camiones y una aspiradora del sexto piso parecían ausentes en el abrazo eterno.
A la tardecita, cuando el sol comenzaba a dormir, Grandón se desprendía de los brazos de la mujer, agarraba sus manos y le besaba uno a uno los dedos. Corría el flequillo de su frente y la miraba por unos segundos. Ella, sonreía.
Ya parados en el balcón, se despedían. Mientras la mujer entraba a su departamento, él activaba sus zapatos. Lentamente se dejaban ir como desprendiendo sus almas envueltas en un secreto infinito.
Grandón patinaba a diez centímetros del piso hacia su hogar. Llegaba. Guardaba su traje y se sentaba en el living a comer mandarinas. Las pelaba lentamente y separaba todos los gajos en un plato hondo.
Mirando la pared pintada de verde, comía. Luego, se tendía en su cama a esperar el sueño que lo llevaría a la deseada sirena del día venidero.
Y así todos los días. En primavera, en verano y en otoño.
Cada día se repetía el ritual y el deseo de salvar a aquella mujer que bailaba vals en el balcón.
Añoraba cada minuto la hora de la sirena. Pensaba en el abrazo, en el vestido y en las lágrimas.
Añoraba el latir del corazón que le provocaba patinar con sus zapatos propulsados hacia aquel quinto piso.
Añoraba las palabras secretas en el oído de ella.
Pero un día comenzó el invierno. Las nubes frías invadieron la mañana y el héroe sintió el corazón frío. Se le resquebrajaba la piel y no sentía el latido nervioso de cada mañana.
Preocupado, vistió su verde traje y al ponerse sus zapatos se dio cuenta que no funcionaban los motores. No podría patinar. El frío había helado el sistema propulsor.
Desesperado, intento descongelarlos acercándose a la hornalla de la cocina. El gas era escaso y en breves segundos desapareció la llama azul que hubiera salvado aquella triste mañana. No se dio por vencido, y envolviéndolos en toallas, rogó, rezó y suplicó.
Nada. Los zapatos no se descongelaban.
La desesperación era cada vez mayor y sin pensarlo siquiera, salió a la calle descalzo. La sirena comenzaba a ser cada más tenue, apenas imperceptible.
Corrió sobre el hielo del asfalto. Corrió y corrió hasta llegar al balcón del quinto piso. No comprendía ni quería ver hacia arriba. Sin pensarlo y con los pies rojos por la falta de circulación, subió la escalera piso por piso. No sentía la sangre de su corazón, no sentía el llanto de la mujer, ni las palabras inentendibles. No había música imaginaria, ni un vals de escoba.
Pisó al fin el balcón y desgarrado por el dolor pudo ver el vestido verde de la mujer enganchado entre los barrotes mientras flameaba con el viento. La escoba estaba tirada y sólo podía sentirse el soplar de la brisa fría que atravesaba el aire invernal.
Descalzo, se asomó por primera vez por el balcón. Y allí estaba ella.
Desnuda y silenciosa contra el asfalto congelado. Un banco vacío que supo ser de un viejo con boina y un guardapolvo tirado en el piso.
El héroe, comenzó a reír. Reía a carcajadas. Cada vez más altas. Gritaba, gritaba una y otra vez mientras se le destrozaban los nervios. Reía y gritaba. Tomó la escoba y bailaba. Los pies le sangraban, pero reía.  
Y gritaba.

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