lunes, 25 de agosto de 2008

Boludez

Una amiga dice que siempre es necesario mantener limpia la imagen pública.
Es una realidad, sin dudas.
En éste blog, si hay algo que se intenta cuidar es la imagen. Un blog si bien no es del todo serio está dentro de un marco prolijo y por sobre todas las cosas lejos de ser un medio por el cuál mostrar las boludeces cotidianas con que uno convive en su entorno o en parte de él.
Habiendo dejado esto de lado, y sólo por una cuestión de que toda regla tiene una excepción (obviemos en éste caso la controversia de ver si la excepción hace a la regla o si la regla hace a la excepción) (sobre todo dejémoslo ya que es una controversia realmente inútil) (por lo menos lo es ahora).
Los invito pues, a observar el video que se encuentra en mi perfil. No es más que una boludez cotidiana, que no tiene sentido alguno y ni siquiera entiendo el motivo para mostrarlo. Tal vez, porque es el inicio de una conjunción entre la película "El proyecto Blairwitch" versión light, versión comedia, versión departamento (se preguntarán que tiene de la película. La respuesta es NADA, pero tampoco importa) junto con el lanzamiento de mi futuro monólogo con el cuál saldré de gira y agotaré entradas (Si no encuentran un real monólogo, esta bien, no lo hay. Les dije que era sólo una punta de un posible futuro monólogo).
Les pido de anticipado disculpas, no volverá a ocurrir.
(sonrío por la molestia que provocará en algunos de los presente en el video)

Dientes Falsos

Me caí. Si, iba caminando para hacer las compras como cada mañana. Siempre uso zapatos sin taco. Algo así como unas chinelas. Eso me pasó luego de cumplir los setenta. Entendí que eso bajaba el riesgo de tropezarme con las baldosas flojas en la vereda. Mis caderas no son las de antes, cabe la posibilidad de rompérmelas con sólo un soplido. Así y todo, mientras intentaba guardar en la bolsa una rebelde hoja de acelga, perdí el eje y me fui de cabeza al piso. Gracias a Dios salvé la cadera (creo en Dios desde que cumplí los setenta, es casi obligatorio me dijo Rosita, mi vecina) pero no salvé mis dientes. Había logrado mantener mi dentadura a pesar de haber cumplido los setenta. Tarea no sencilla. De alguna manera era la envidia de mis amigas. No había una que los mantuviera.
Acto seguido a la caída, me llevaron al hospital. Todo fue rápido y volví a mi casa con turno en el dentista. No había posibilidades, debía recomponer mi dentadura e igualarme con el resto de mi entorno.
A la semana tenía mis nuevos dientes. Me sentí maravillada del poder sacarlos. Era increíble ver que una parte de uno se puede sacar y observarse desde afuera. Imaginé entonces cómo sería poder sacarse una oreja, dejarla en la mesa de luz, mirarla y volver a ponérmela cuando era necesario.
Pero lo peor comenzó a la semana de tenerlos. En el leguaje cotidiano, se llaman dientes postizos. Insistí en llamarlos de esa manera pero los hechos refutaron esa denominación.
Como por arte de magia y de un día para otro, mis dientes comenzaron a mentirme. Sí, la pura realidad. Por las mañanas, los ubicaba en su lugar blancos, perfectos. A medida que pasaban las horas, tomaban vida. Un día, me preparé fideos con tuco. Entraban a mi boca como tales, pero al masticarlos, se convertían en ravioles de ricota. Otra vez, me cambiaron una carne al horno con puré por un pollo a la mostaza con lechuga y tomate. Al principio dudé de mi cordura y esperé. Pero el colmo fue anteanoche. Estaba limpiándolos como siempre y mientras lo hacía tomaban un blanco brillante, pero cuando dejaba de mirarlos se ponían negros. Pude observarlo porque justo había un espejo. Giré y los volvía a mirar. Blancos. Me di vuelta. Negros. Los miré, blancos. Me di vuelta, negros.
Indignada, comencé a insultarlos. No saben la cantidad de cosas que les dije. Los muy descarados, brillaban en su blancura. Y cuanto más los miraba, más blancos se ponían. Y les gritaba. Mucho. Mis nervios destrozados. Estaba segura que al ponérmelos, se pondrían negros. Pero nunca me lo mostrarían abiertamente. Si me viera a un espejo, volverían a su blancura.
Tomé los dientes, los metí en una caja. Me tome un taxi (no quería caerme otra vez) y llegué al dentista no sin antes dar enormes vueltas consecuencia de mi incapacidad de hablar normalmente sin dientes. El taxista apenas podía entenderme. "Zeor, mamos a sfarmento a domil".
Una vez en el consultorio del dentista, saqué la caja, la abrí y le expliqué la situación. El dentista me miró apenado y me pidió calma. Por suerte me explicó que me quedara tranquila que no era el primer caso y que estaban viendo pero el problema era la partida. Parece que hubo una tanda que fueron mal rotulados y en vez de ponerles "Dientes postizos" escribieron "Dientes falsos".
Me quedé tranquila entonces, sobre todo cuando confirme que me harían los postizos sin cargo y que tenía como resarcimiento por los daños ocasionados una entrada 2 x 1 en el Cine Cosmos.

viernes, 15 de agosto de 2008

Pelota de trapo


Su voz suave enciende cascabeles tristes, el ojo en la rama deslumbra cabezas pequeñas que juegan con almohadones. El sol empaña los instintos de encontrar las palabras justas para convertirlas en sonrisas y en entregas. Y una pelota de trapo que se amasa cada vez más. El pelo corto, la mesa servida, dar por dar. Y la vos dulce y la sonrisa. Pero en la oscuridad amasa la pelota de trapo. Piernas delgadas y música al hablar. Siempre ternura en palabras y en gestos. Todos sí, ningún no. Y cuando la soledad agobia, amasa la pelota de trapo. Miradas perdidas, devoción por quién cobija, alegría de no entender. Preguntas que siempre parecen no ser necesarias, respuestas sin oídos. Sólo sonrisa y convicción de sentirla. Y esta más oscuro, entonces amasa la pelota de trapo. Fragilidad que irradia bastones del alma. Dulzura que estremece gritos. Mirada perdida. Y amasa. Amasa una pelota de trapo ya deshilachada y cada vez más chiquita. Su mirada perdida, su eterno no ser, su sonrisa triste. Y la mano cada vez más lejos y más cansada. Esa mano que amasa una pelota de trapo.

En homenaje a mi tía Niní.
Es hora de estar tranquila.
Me queda tu dulzura y tu sonrisa.

domingo, 3 de agosto de 2008

Una historia simple

Marcela se levanta alrededor de las 8 de la mañana. Nunca usó piyamas. Suele llevar un pantalón de gimnasia ya gastado por los años y un buzo que sigue los mismos pasos. No hace ruido. Teme despertar a Rocío, su hija de apenas cuatro años. Marcela y Rocío son muy apegadas. Rocío nació poco después de que Marcela terminara su carrera y se recibiera finalmente de podóloga. En éstos cuatro años y con Roció paseando entre sus piernas logró abrir su propio consultorio. No sólo podía disponer así de sus horarios sino que era lo que siempre había soñado.
Mientras prepara un café con leche con tostadas, aprovecha a leer el diario que Juan Carlos deja en su puerta todas las mañanas. Nunca le gustó leer el diario. Descubre así las noticias más importantes y se siente tranquila de hacerlo. Conocer lo que pasa en la sociedad no tiene más objetivo que tener tema de conversación con las clientas que van a su consultorio.
Cada mañana, mientras Roció duerme y luego de terminar el diario. Lava dedicadamente la taza y limpia las innumerables miguitas de pan tostado que quedaron sobre el mantel matutino. Una vez que finaliza su tarea vuelve a la habitación y comienza a vestirse. Elige cuidadosamente su ropa. Preferentemente pantalones. Nunca le gustaron los pantalones. Luego decide si hoy es camisa o remerita. Siempre viste ropa de marca. Una vez lo decidió y lo mantiene. Inmediatamente busca uno de sus varios guardapolvos. Están delicadamente planchados.
Marcela logró instalar el consultorio en su casa. Martín la ayudó ciertamente. Siempre la acompañó en sus proyectos. Hoy él está conforme con el desarrollo que ha tenido su mujer. A Martín nunca le gustó la podología.
Luego de vestir su guardapolvo, abre el consultorio y ordena sobre lo que ha dejado ordenado el día anterior. Abre las grandes cortinas blancas que tiene sutiles bolados y deja entrar el tenue sol que se asoma iluminando la camilla y cada uno de los instrumentos de trabajo.
El primer turno es a las once de la mañana y suele darlos a señoras mayores con los pies llenos de tristeza acumulada a lo largo de sus vida. Uñas encarnadas, cayos, juanetes molestos y dedos pegados. Hoy, el primer turno era para Elsa. Un pie difícil si lo hay. A Marcela nunca le gustaron los pies.
Sentada en su sillón, vestida de forma impecable, prepara las fichas de sus clientas y espera su extenso día.
El sol le da en los ojos, un bostezo, un café con leche.
Y suena de pronto el timbre. Son las once y dos minutos.
Rocío sigue durmiendo.
A Rocío nunca le gustó dormir.

Foto: "Gotas de Rocío"
Por Thelma Belén en Flickr
www.flickr.com

A propósito de las SAD

Estos últimos días, los clubes son parte de la disputa ideológica que tiñe esta previa de ballotage presidencial. Frente a la reaparición de...