Mientras salía para el hospital, un poco contrariada con mi situación, observé asomar de mi bolso el uniforme celeste. No era necesario decir que había llegado la hora de cambiarlo. Estaba demasiado desgastado. Miles de lavados en soledad. Es claro que era imposible lavarlo junto con el resto de la ropa. No hay manera de juntar tanto olor a enfermedad y mugre de enfermedad con la ropa de cada día. Y no lo hacía. Igual, pensé más de una vez cual era la diferencia entre aquellas ropas tan disímiles aparentemente.
Tenemos asignados dos uniformes por año. Los entregan de a uno cada seis meses, firma de conformidad mediante. Hice una rápida cuenta mental. Ya habían pasado. Y no me había dado cuenta. Los meses me pasaban y no podía detenerme a observar su paso. Ni siquiera lo hacía con los días. Verlos, entenderlos, vivirlos. Es ese día que se transforma en semanas, y esa semana que se hace mes y luego, casi a desgano tiene por resultado un año.
Todo pasa y no puedo. Convierto el tiempo en objeto. Sólo es un nombre y un número: “lunes 15 de septiembre de 1885”... ¿Qué significa? ¿Qué es esa fecha si no se vive? ¿Porqué debería tener valor si no se transita?
No siento en transcurso del tiempo, del día. De la misma manera que no puedo gritar. Sufro. Pierdo por no detenerme y por no gritar. Igual que me pierdo en ésta construcción monstruosa que me invade las tripas.
En éste hospital las paredes tienen sentidos.
Paredes que sienten y te tocan con su frialdad de azulejos.
Paredes penetradas de olor a todo y a nada.
Paredes que ven cuerpos transformados en fantasmas y fantasmas transformados en cuerpos.
Paredes que oyen murmullos que a veces suenan a gritos y otras que parecen un soplido inexistente.
Pero paredes que nunca, pero nunca hablan. Se convierten enmudecidas y chorrean silencio.
Hoy va a venir un hombre. En sólo unos minutos. Llamaron. Dijeron que necesitaban atención urgente para él. No nos dejaron su nombre.
Entonces espero a ese hombre. Tengo serias dudas y una ansiedad inquietante. No me es común. Los inquilinos pasan a ser cosas defectuosas necesitadas de arreglo.
Algo me decía que esto no sería lo mismo, porque tenía vértigo y por las sensaciones inexplicables de ésta mañana.
Me acercaron un sobre marrón de madera. Tenía mi nombre en él y estaba cuidadosamente cerrado. “Para usted, Gladys. Lo mandan de arriba. Dijeron que se lo de en mano.” Dijo Raúl casi en lenguaje de señas. Sorprendida tomé el sobre y sin aguardar un instante siquiera, comencé a abrirlo tan cuidadosamente como estaba cerrado. El pegamento me produjo serios problemas. No quería romper nada. Opté por buscar algo con filo para poder abrirlo. Había desaparecido ya hacía unos meses mi “abre sobres”. No me importó demasiado porque nunca debo abrirlos. O vienen abiertos, o sin sobres o no vienen.
Finalmente y luego de revisar todos mis cajones encontré un cuchillo algo oxidado que en otras épocas me servía para pelar manzanas verdes que traía la madre de una enfermera. Pero se fue a otro hospital. Y como se fue ella, se fue su madre y las manzanas verdes y por ende la utilidad de ese cuchillo. Pero hoy iba a servir.
Abrí el sobre y saqué un papel escrito a mano. No tenía membretes ni firmas.
“Derrame cerebral. Sesenta y dos años. Sin familia. Lugar de encuentro: esquina concurrida. Persona que lo encontró: mujer joven embarazada (sin nombre). Hora de llegada estimada 23: 54. No se conoce si es alérgico a algo. No poner anestesia. No preguntar. Tratar con extremo cuidado. Denominación en ficha de ingreso: Señor B.”
Incrédula releí varias veces el texto. En tantos años aquí jamás había ocurrido cosa semejante. Tuve miedo. Pero necesitaba hacer bien mi trabajo.
Miré la hora. Eras las 23: 45. Sólo faltaban nueve minutos para conocerlo.
Tenemos asignados dos uniformes por año. Los entregan de a uno cada seis meses, firma de conformidad mediante. Hice una rápida cuenta mental. Ya habían pasado. Y no me había dado cuenta. Los meses me pasaban y no podía detenerme a observar su paso. Ni siquiera lo hacía con los días. Verlos, entenderlos, vivirlos. Es ese día que se transforma en semanas, y esa semana que se hace mes y luego, casi a desgano tiene por resultado un año.
Todo pasa y no puedo. Convierto el tiempo en objeto. Sólo es un nombre y un número: “lunes 15 de septiembre de 1885”... ¿Qué significa? ¿Qué es esa fecha si no se vive? ¿Porqué debería tener valor si no se transita?
No siento en transcurso del tiempo, del día. De la misma manera que no puedo gritar. Sufro. Pierdo por no detenerme y por no gritar. Igual que me pierdo en ésta construcción monstruosa que me invade las tripas.
En éste hospital las paredes tienen sentidos.
Paredes que sienten y te tocan con su frialdad de azulejos.
Paredes penetradas de olor a todo y a nada.
Paredes que ven cuerpos transformados en fantasmas y fantasmas transformados en cuerpos.
Paredes que oyen murmullos que a veces suenan a gritos y otras que parecen un soplido inexistente.
Pero paredes que nunca, pero nunca hablan. Se convierten enmudecidas y chorrean silencio.
Hoy va a venir un hombre. En sólo unos minutos. Llamaron. Dijeron que necesitaban atención urgente para él. No nos dejaron su nombre.
Entonces espero a ese hombre. Tengo serias dudas y una ansiedad inquietante. No me es común. Los inquilinos pasan a ser cosas defectuosas necesitadas de arreglo.
Algo me decía que esto no sería lo mismo, porque tenía vértigo y por las sensaciones inexplicables de ésta mañana.
Me acercaron un sobre marrón de madera. Tenía mi nombre en él y estaba cuidadosamente cerrado. “Para usted, Gladys. Lo mandan de arriba. Dijeron que se lo de en mano.” Dijo Raúl casi en lenguaje de señas. Sorprendida tomé el sobre y sin aguardar un instante siquiera, comencé a abrirlo tan cuidadosamente como estaba cerrado. El pegamento me produjo serios problemas. No quería romper nada. Opté por buscar algo con filo para poder abrirlo. Había desaparecido ya hacía unos meses mi “abre sobres”. No me importó demasiado porque nunca debo abrirlos. O vienen abiertos, o sin sobres o no vienen.
Finalmente y luego de revisar todos mis cajones encontré un cuchillo algo oxidado que en otras épocas me servía para pelar manzanas verdes que traía la madre de una enfermera. Pero se fue a otro hospital. Y como se fue ella, se fue su madre y las manzanas verdes y por ende la utilidad de ese cuchillo. Pero hoy iba a servir.
Abrí el sobre y saqué un papel escrito a mano. No tenía membretes ni firmas.
“Derrame cerebral. Sesenta y dos años. Sin familia. Lugar de encuentro: esquina concurrida. Persona que lo encontró: mujer joven embarazada (sin nombre). Hora de llegada estimada 23: 54. No se conoce si es alérgico a algo. No poner anestesia. No preguntar. Tratar con extremo cuidado. Denominación en ficha de ingreso: Señor B.”
Incrédula releí varias veces el texto. En tantos años aquí jamás había ocurrido cosa semejante. Tuve miedo. Pero necesitaba hacer bien mi trabajo.
Miré la hora. Eras las 23: 45. Sólo faltaban nueve minutos para conocerlo.